sábado, 11 de mayo de 2013
El Físico, Su Humo, Su Caos, Su Cafe
utarquía
Han pasado varios años desde que Don Anselmo se ha recluido en una alcoba que ocupa apenas una cuarta parte de su enorme casa, ya que las otras tres cuartas partes las tiene totalmente abarrotada de chécheres, dedicó varios años de su vida a la investigación científica, en busca de la tan anhelada gravedad cuántica, pero sus 60 años de consagración no le dejaron más que una jugosa pensión y su perro, que al igual que muchas mascotas después de varios años de compartir con sus dueños terminan por adoptar la figura de estos.
Luego de tomar su primer sorbo de café y rechupar la colilla de su cigarro, limpia su arrugado rostro con un trapo húmedo, prende otro cigarro, y se sienta en su vieja silla mecedora a observar por la ventana, con una mueca misantrópica, con los vértices de la boca caídos, expresión marchita que se descompone para saludar insignificantemente a alguna vecina. Desde allí sus pensamientos se bifurcan en diversos vectores, todos ellos en igual magnitud pero en distintas direcciones, sin duda por carencia de ideas e intereses vitales más importantes. El tiempo pasaba no como esa abstracción matemática que estremece la sesera de todos sus colegas con patentes de sabios, si no como una borrasca efímera que engulle a la humanidad, y que le ha dejado en su rostro oblicuo un sin número de arrugas, poco cabello teñido de blanco leche, y una serie de movimientos involuntarios en sus manos, las cuales mantenía sumergidas en su bata gris de cuadros, mientras que su frente se le abultaba sobre el ceño, en arduo trabajo de reflexión.
Ese día vio como llegaron tres obreros los cuales lentamente fueron armando un andamio, el objetivo era arreglar la fachada de la casa de al frente, Don Anselmo los examinaba en silencio, aun sumergido en profundas meditaciones, se decía así mismo
-los hombres creen ciegamente en la ciencia, quien garantiza que aquella estructura de hierro, va a soportar sus robustos cuerpos, el hombre se olvida del cuerpo cuando su espíritu vive vehementemente; cuando su sensibilidad, remando forzosamente, hace que vea que todo es una rutina que se repite a lo largo de sus miserables vidas. ¿Si hubiese descifrado los secretos de la maldita gravedad cuántica, no sería una minucia más feliz de lo que soy ahora? No, estaría igual padeciendo las mismas enfermedades, sentado en esta misma silla esperando pronto la muerte. El destino es único y despiadado”.-
Su discernimiento le sirve únicamente para entender que las energías de su cuerpo se extinguieron hasta aplastarlo, reduciéndolo a un punto de nostalgia, en la funeraria soledad del cuarto. Hasta le parece haber salido fuera de sí mismo, ser el espía invisible que escudriña la angustia de aquellos hombres que trabajan derrotados, con los ojos perdidos en una fachada deteriorada, y sostenidos por una viga de acero suspendida entre cielo y tierra.
Cuando dos de los tres hombres laboraban a cinco metros del suelo su tercer compañero movió el andamio. El viejo atisbo como el oxidado polígono oscilaba y cada vez se cargaba más a los cables de alta tensión, una carcajada se dibujo en su cara, sabía muy bien la tragedia que estaba a punto de ocurrir, pero no quiso hacer nada para evitarlo, simplemente vive simultáneamente dos existencias: una, fantasmagórica, que se ha detenido a mirar con regocijo a los hombres abrazados por la desgracia, y después otra, la de sí mismo, en la que se siente un buzo explorador, que se encuentra sumergido en las profundidades de su alma y con las manos extendidas va palpando temblorosamente sus horribles sentimientos.
Luego de mover la estructura de hierro y que esta sufriera una pequeña deformación, el obrero le puso una piedra a una de las ruedas para trancarla y siguió en sus labores, de un momento a otro la piedra cedió y la estructura se corrió y rozó las cuerdas de alta tensión.
Un violento sonido invadió las calles, cilindros alargados de luz se esparcen por la habitación iluminando el empolvado rostro del anciano, una energía despiadada se abalanza sobre su cuerpo, recorriendo los canales de sus venas, llevando una alegría infinita, que lo hace brincar de dicha, para luego arrojar contra sus ojos visiones de un pasado extinto, donde realizaba minuciosos cálculos de electrodinámica. Finalmente cansado de tan esplendoroso espectáculo, lentamente sobre el asiento se arquea, se acurruca, quiere achicarse, y como los grandes felinos da un gran salto a su presa espectral, cae sobre la alfombra y despierta en cuclillas, sorprendido. Todo sucedió muy rápido, tanto así que quedó con una desazón sombría en su corazón, por la corta duración del suceso. Al ver nuevamente por la ventana, observó que en medio de la calle estaban tirados los dos cuerpos calcinados. Sacude la cabeza, semejante a un hombre que tuviera las sienes colmadas de avispas. Es tan terrible todo lo que adivina, que abre la boca para sorber un gran trago de aire. Se sienta otra vez en la mecedora, ha dejado de ser él. Dirige su mirada diagonal hacia el rostro avejentado de su perro y a la vez este lo mira con sus parpados caídos y lagañosos. El pasado se le hunde en su osamenta como una barra de hierro ardiente, una imagen rectangular toca con su filo perpendicular el borde de su imaginación. Recuerda perfectamente el postulado que alguna vez propuso:
“Con cierta densidad de carga eléctrica bajo la acción de una fuerza de Lorentz, es factible encontrar el rejuvenecimiento de las células de Langerhans”
Don Anselmo creyó, durante algunos años en la juventud eterna, y con la trágica escena que había presenciado, esta vieja idea redunda de su espíritu para su pecho. Afuera en la calle, las autoridades ya se habían hecho presente, recogiendo los cuerpos crujientes de los obreros entre un tumulto de transeúntes y fisgones, Don Anselmo ha palidecido como si de su corazón emergiera algún tipo de culpa lechosa que le pinta la cara, con el cigarrillo humeando entre los labios y las manos en los bolsillos observa con detenimiento toda la escena. Sobre su cabeza gira un piñón de acero. Son sus ideas. Adentro de su cabeza un piñón de menor diámetro rueda también. Son sus sensaciones. Sensaciones e ideas giran en sentido contrario. Cuando el engranaje de alucinaciones se detiene logra visualizar el montaje experimental de su postulado, es fácil se repite, los instrumentos están en el sotano.
La noche llego más oscura que de costumbre, Don Anselmo luego de haber visto el levantamiento de los cadáveres, aplana su cuerpo sobre la cama, el cansancio se postra sobre su humanidad obligándolo a permanecer inmóvil, su cara queda rígida con la mirada puesta sobre el techo. La cama está tan gastada que aun sin movimiento alguno rechina el elástico. Entrecierra lentamente los párpados, mientras que sus pensamientos caen a un mundo plagado de números, ecuaciones, formulas, cargas eléctricas, todo girando entorno de su cabeza. Una fuerza invisible lo mece, hasta el punto de marearlo, su estomago le resuena con el crujir de sus tripas, lentamente cae en un abismo profundo, dejando que su extremidades se disuelvan, así logra pasar la noche.
Un rayo paralelo se filtra por la persiana, bañándole la cara. Levanta su mezquino cuerpo, sirve café, toma un sorbo, prende un cigarrillo, y se sienta en su vieja silla mecedora a observar por la ventana. Desde allí divisa con ansias los cables de alta tensión los cuales aún siguen pegados al andamio, permanece inmóvil durante toda la mañana, al ver que sus rodillas le duelen intensamente, decide bajar lentamente por una escalera en forma de caracol, hasta llegar al sótano, el cual estaba repleto de implementos de electricidad y magnetismo, busca de manera parsimoniosa un par de cables, y unos cuantos imanes pegados a la fuerza por los polos iguales.
Don Anselmo sale de su casa, extiende varios metros de cables por la calle hasta alcanzar el andamio, conecta con precaución las puntas peladas que muestran el cobre. Luego toma los imanes y los coloca en sus bolsillos, finalmente cierra el circuito con su boca, apretando con sus dientes los cables, y sintiendo como su piel se rejuvenecía, galopa en pleno recuerdo. Los ojos del anciano se han dilatado. Un frío glacial sube hasta su cuello. Una dulzura infinitesimal lo adormece sobre el asfalto que muy bien conocía. Sonríe incoherentemente, y se ve a sí mismo joven, y con grandes ideas para desenmascarar la gravedad cuántica.
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Parece el estilo literario de Kenyi... ¿quién es el autor?
ResponderEliminarsi es mio....
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