Movido por un recuerdo difuso
y macabro que le asistió aquella tarde y que le robó la tranquilidad, se alistó
para la calle, impulsado por el deseo de recomponer aquella visión pasajera.
Obligado por un remordimiento injustificado, salió de casa y se hallo
rápidamente cansado, caminando por las
largas avenidas del barrio, apartando desesperado sus ojos del fulgor excesivo que producían los avisos del comercio,
evadiendo el hollín repugnante de los restaurantes y separando con repulsión una
y otra vez las suelas de la inmundicia y
del agua descompuesta de los desaguaderos laterales de los andenes. Avanzaba,
asintiendo con recelo los figurines y las muecas
hostiles de las gentes que transitaban por la misma vía tratando de
hacerse impalpable. Exhalaba inútilmente el humo de su cigarrillo, tratando de
recobrar la cordura de sus nervios, mientras
seguía en su memoria a las imágenes atroces de aquella remembranza. Le parecía
que cuando caminaba, los lugares trataban de recordarle otro crepúsculo parecido al de ese día. Sentía
que debía regresar a un sitio, al otro lado del
barrio. La desesperación le dictaba en voz alta que debía encontrar el
sosiego de su destino, pero el vallado,
que había decidido atravesar (de nuevo) para llegar prontamente, le
sugestionaba la cabeza con más preocupaciones. Entró indeciso a los pastales,
no avanzaba en pasos, sin antes recorrer con sus irritados ojos, rápida y
minuciosamente los recodos del horizonte
de la noche que avecinaba, tratándole de ganarle distancia a aquella
otra sombra anónima que desde que salió, le custodiaba. En vano articulaba con
sus pies dos o tres zancadas, para abarcar siquiera un metro del suelo que aleatoriamente se iba deformando ante su angustia. Llegando al centro del vallado, la ansiedad
era tal, que sus pies empañados por el polvo, se alzaban sólo a razón del miedo,
de que le asaltasen por la espalda, aunque lo
único que encontraba al reparar el lugar, era la imagen difusa de sí mismo y la de la mancha que cada vez se
hacia más obscura. Temeroso, se imaginaba tendido en el polvo, reducido por el
peligro de aquella negrura que le perseguía los pies. Mientras espantaba la
sombra aligerando la marcha, el peso del delirio le carcomía la mirada con visiones desteñidas
de bellos rostros desfigurados. Salía ya, de la polvareda, haciéndosele cada
vez mas imposible controlar las
murmuraciones que el miedo fabricaba en su mente, cuando halló una edificación
compuesta por decenas de pequeñas viviendas. Por fin llegaba, pensó, mientras que una
sonrisa forzada le adornaba la cara, como haciéndole evidente el gozo de haber logrado salir de este pequeño
infierno conocido y llegar a la seguridad
de aquella gran caja de ladrillos que desde hace horas se le asomaba en
el recuerdo. Acortó la marcha, y como si nadie lo pudiese detener, sobrepaso la
portería y aguardó sin calma, con las manos en los bolsillos, en el parque
escuchando las risas y los gritos de los niños que abusaban con sus juegos de la resistencia de
las fibras del columpio y de la solidez del plano del deslizadero. Mientras oía
con fastidio los múltiples chillidos de los infantes que desfilaban ante él, de un lado para otro
como partículas de polen, gotas de sudor, le alargaban las facciones de su
rostro pálido y agotado por la angustia. Su mente intentaba ignorar el
panorama, pero su rostro fabricaba
involuntariamente un gesto de
indignación para aquellos vecinos que asomados a sus ventanas, inutilizaban el tiempo con sus televisores encendidos.
Recién retiraba su odio de
uno de ellos, cuando divisó la única expresión
que se le hacía apta en ese espacio de frías
verticalidades de concreto. Hacía
tiempo que no le veía, pero tenía fija la imagen de la perfección del rostro de
la joven, que por última vez visitaría. Era
como si ella, de manera inconsciente se propusiese a hacerle olvidar la angustia por la que pasaba, encontrándole esa
noche alivio al temor que le invadía. Ella no le advirtió ahí estancado, mientras
dirigía su fino paso hacia la salida, pero en él en cambio pudo ver cuando sus sombras, se abrazaron
invisiblemente: la de ella abarcando con los brazos su cuello y una buena
porción de la cabellera hirsuta que le colgaba un poco más abajo de los hombros
y la de él, que ahora era menos grave y amenazadora, cuando posaba, un sereno y
discreto roce de la mano en su mejilla. Mientras la joven se apartaba de aquel
espacio, asentó con su ansiedad, haber
visto ante sí, la imagen de la divinidad de la carne. Una vez más, se puso en marcha, tras ella, regresando
al descuido del peligro exterior, del cual recién había escapado perturbado
pero con firmes intenciones. El plan de aquietar la desesperación, alentaron su
éxtasis por compartir los mismos pasos que ella; se le acercaba, al ritmo de la
caminata una y otra vez, saboreando secretamente de un suspiro la fragancia
sublime de su belleza, encendiendo en sus ojos, la podredumbre del rumbo de las
calles, con la misma impresión de asco, que lo había acompañado hace unas
horas, cuando apenas comenzaba a buscar las evidencias de su trance.
Para cuando habían recorrido
quizá, tres o cuatro cuadras hacía el vallado,
el afán de los pasos persecutores, alertaron a la joven quien ya miraba con
desconfianza de reojo al hombre, tratando de descubrir las intenciones que le
seguían. Informado por la angustia de su divina precesora, aceleró cada vez más
su marcha hasta lograr hacerle volar los
cabellos a la joven que escapaba con miedo hacia el anfiteatro de sombras de un vallado solitario.
Con una visión comprimida en
las pupilas, corrió mas ligeramente hasta arrebatarle al frio viento de la
noche, el brazo débil de la victima y atrayéndola violentamente hasta sí, contempló en su bello rostro, claramente el
recuerdo que antes borroso se le presentaba en la memoria, todo se detuvo
momentáneamente. Bajo esta pausa incomoda del tiempo, en el cual las miradas
auguraban el destino desastroso de ambas
almas, aquel ser fatigado por la cacería, razonó lo que querían sus visiones: recompensar con
golpes, infanticidios, violaciones, palizas
y aberraciones, el odio de la
sombra que le gobierna.
Gozaba en ese instante, de
que la desesperación que antes sentía y que casi le desase el cerebro, ahora se
albergara en la inocencia de aquella joven, que habría ahora de padecer su
método frívolo de tortura. Le ató a sus manos a dos puntillas que usó como
estacas, le desnudó y cuando estuvo
agotado del grito y de la observación silenciosa de su victima, empezó a decirle a la vez que
giraba un pequeño frasco con la mano ensangrentada, cosas como que quizá su mente tan solo tramaba jugar con
ella y luego con suerte le dejaría ir, como lo hacen los gatos con los ratoncillos
que no estiman para el hambre. O que tal vez hoy moriría de la manera más
atroz, pero de la manera que conviniera su
maldad con la sombra que le hablaba, también le dijo que su condena
igual que la de él, no estaba en sus manos, ni ese día, ni los días que le
persiguió tramándole un final.
La joven apenas y tenía voz
para pedirle misericordia por su vida, se ahogaba en un llanto como de niño
enfermo, hasta que yació aparentemente dormida. Cuando esto sucedió el hombre
recobró alientos para continuar su crimen, destapo el frasco que se hallaba ya
tibio por el roce de sus manos, y comenzó a verter el contenido a gotas en el
cuerpo, a la vez que le decía que este día le habría de revelar como era su
sombra, la sustancia fue poco a poco carcomiendo la carne y la muerte poco a poco carcomiendo a la vida. Abría dado
probablemente unas cuatro o cinco vueltas el reloj, cuando ya los últimos
gritos de la joven se apagaron ante la acción del veneno corrosivo que ingirió
su último aliento. Aquel hombre permaneció allí también como un ciego,
examinando fijamente con sus manos la galería
de sangre y carne dispersa por el
pasto, hasta dormirse.
Mucho antes de que llegara la
mañana, al otro día, el hombre despertó, sus ojos no vacilaron en partirse al
repentino miedo que le ahogaba. Sin levantarse, giró sus ojos con ternura hacía
el cadáver, sonrió y reconoció el
angustioso mensaje que traería la nueva sombra de esos días.
:)
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