¿Y
cómo no taparse los oídos con aquel sonido insoportable? Era una
fusión de alaridos, suplicas y carne sacudiendo los filos
enchapados de las escaleras, la figura pesada de doña Dionisia daba
botes y caía rápidamente dejando desparramada la vida por cada uno
de los escalones rectangulares de su casa.
Marcos,
en medio del éxtasis, retiró sus morenas y venosas manos de los
oídos y corrió a socorrerla. De su garganta sale de forma rasgada
una voz gutural preguntando: ¿está bien? Al ver que ella no
responde, sintió el alma desarraigarse de la raíz de su cuerpo,
permaneció inmóvil durante unos minutos inmortalizando la escena.
Al salir de su delirio, levanta el redondo cuerpo extendiéndolo
sobre el tapete circular de la sala, luego se sienta en el viejo y
acabado sillón ocre, observa la figura concéntrica de muerte que
adorna un sin número de circunferencias de colores que tiene el
tapete. Así permanece ensimismado como despreciando el tiempo, mil
recuerdos se atascan en su mente y en cada uno de ellos aparece la
efigie de Doña Dionisia. ¿Y ahora que? Se pregunta Marcos quien
deja que su cuerpo se desparrame sobre el sillón y a su vez acompaña
el acto con un suspiro profundo, tan profundo como la culpa que
siente con lo sucedido. ¿Y ahora que? Sigue la frase merodeando su
mente, mientras que el espacio se torna odioso, los objetos se
distorsionan a su alrededor, unas lágrimas recorren sus mejillas, su
cuerpo tiembla de miedo, se ve en medio de una cárcel pagando una
condena infinita, entonces soslaya este pensamiento, era evidente que
ya no había tiempo para lamentaciones ni penas estériles, alza el
cadáver que pesa tanto como su conciencia, lo lleva al patio, allí
divisa una vieja caneca metálica, De pronto se estremece. Una idea
había cruzado su mente. Lentamente acomoda los brazos y las piernas
para que cada centímetro cúbico de angustia fuese ocupado en su
totalidad. Un febril temblor nervioso se había apoderado de él.
Tenía calor a pesar de que el frío era insoportable. Luego buscó
de manera desesperada cubrir la caneca, el sonido de las llaves
abriendo la puerta se propaga por toda la casa como una alarma que
avisa la llegada de alguien. Entonces corre precipitadamente, toma
unas tablas y las coloca de manera simétrica sobre la caneca, luego
sale intentando disimular la trágica escena.
Al
volver a la sala su esposa lo saluda como de costumbre, de manera
parca y que cualquiera podría pensar que grosera, él de igual forma
la saluda con un “hola” seco sin gracia. Su esposa quien se
dedica a vender ropa en la plazoleta de san Victorino, le pregunta
por doña Dionisia, en ese instante una daga congelada se incrusto en
el pecho de Marcos, sintió como el frio helado recorría sus venas y
le congelaba cada una de sus entrañas. Su esposa insistió en la
pregunta con un tono enfurecido, él en un instante de lucidez
contesto: -salió a reclamar sus medicinas-. Su esposa dejo sus
corotos en la sala y se dirigió a la alcoba, mientras que Marcos se
lava de manera enferma sus temblorosas manos. La oscuridad se apodero
del espacio anunciando que la noche había llegado, Marcos se acostó
de manera delicada a lado izquierdo de la cama mientras que escucha a
su esposa en el patio extendiendo la ropa recién lavada, una vez más
el sudor se apoderó de su cuerpo sólo le pedía a Dios que su
esposa no fuese abrir la caneca, las pulsaciones ascendieron de
setenta a ciento diez, hubo un temblequeo de irresolución en sus
pupilas. Se pregunta: ¿Hasta dónde soy capaz de llegar?¿qué voy
hacer con el cadáver?¿por qué no decir la verdad? Cada pregunta
fustiga su corazón, desgarrando hilos de horror que recorren su
cuerpo. Al cabo de un tiempo, su esposa entra en la alcoba se coloca
la piyama y se acuesta junto él, eleva unas plegarias al cielo y
vuelve a preguntar por la señora. Esta vez Marcos responde que ella
se iba a quedar donde su hermano por un par de días, su esposa no
muy convencida por la respuesta busca en sus pensamientos el sueño,
sueño que en toda la noche no quiso llegar a Marcos, la horas se
hicieron eternas, los pensamientos insoportables, la soledad era
perpetua, la madrugada llego mas helada que de costumbre, estas
ráfagas congeladas escarchan el alma de Marcos quien se levantó
serenamente, salió al patio contempla de manera atónita el cadáver
oculto en la caneca, Lentamente fue retrocediendo hacia un rincón,
sin dejar de mirar la caneca en silencio, aquel silencio insoportable
que no resiste y con un movimiento instintivo cubre la caneca con
varias tablas. La luz de sol apareció de repente, se infiltro por
cada rincón de la casa, él tranquilamente esperó a que su esposa
se fuera a trabajar, luego llamó a su patrón y con la excusa de
encontrarse enfermo no fue a la cotidianidad.
Salió
de su casa, caminó con la mirada clavada al piso, con el corazón
desfallecido y sacudidos los miembros por un temblor nervioso,
recorrió las empolvadas calles de su barrio mientras que los minutos
consumían sus pensamientos, al levantar la cabeza observó un aviso
“Deposito de materiales Don José”, entonces una idea emergió
del mismo infierno, quemando sus reflexiones. Entró al local pidió
de manera muy natural un bulto de cemento y dos tulas de arena, el
empleado de la tienda le ayuda a llevarlas hasta su casa, Marcos le
agradece al joven y le da propina cosa que no acostumbraba a hacer,
pero esta vez un impulso lo llevó a realizar aquel acto de
generosidad.
Ya
en el patio al terminar aquella grisácea mezcla, con la pala comenzó
a vaciarla en la caneca donde ocultaba el cadáver, poco a poco la
caneca se lleno hasta el tope mientras que él sentía desmoronarse
en el desconocido universo de lo macabro. Luego la pinto de naranja y
blanco, la colocó en un rincón del solar mientras que sus
pensamientos realizaban una danza lóbrega y así, simplemente espero
a que la vida siguiera su transcurso normal.
Al
cabo de unas semanas comenzó la búsqueda desesperada por doña
Dionisia, en esta Marcos ponía todo de su parte incluso, él se
había encargado de instalar el denuncio de la desaparición. Ya en
las noches, sentía como la caneca palpitaba, oía una especia de
lamento débil y reconocía que era debido a su temor irreparable, a
medida que pasaban los días y mientras que todos dormían el maldito
sonido se reproducía en su pecho aumentado con su eco espantoso el
pánico que lo embargaba.
Pasados
trece meses la figura de Marcos se había desgastado, su irrisoria
carne se incrustaban sobre sus huesos, a duras penas lograba
mantenerse en la realidad, se había creado un pequeño mundo
ficticio donde Doña Dionisia estaba enterrada en cualquier
cementerio de Bogotá, pero esta mentira no duraría para siempre.
Al
filo de una lúgubre noche, arrinconado en desconsoladas reflexiones,
salió al patio observó la caneca y de manera inmediata lo invadió
un sentimiento de insoportable tristeza, la pintura naranja y blanca
ya se había desgastado, en el cielo las nubes se filtraban bajas y
cargadas, mezquinas ráfagas de luz caían perpendicularmente sobre
la figura cilíndrica de metal. Durante tres segundos Marcos tuvo
inmensos deseos de echarse a reír ruidosamente y repitió para sí
mismo: “es el destino” pero al volver a la realidad, esa realidad
de estar solo con el sarcófago de metal, tomó la decisión de
librarse de su suplicio. Halló fuerzas de donde no las había para
levantar la caneca, pero le fue imposible, buscó ayuda y para su
fortuna un vendedor de frutas pasaba por allí con su carretilla en
madera, Marcos no dudo en pedírsela prestada, al fin logró sacar
la caneca de su casa, abandonándola muy cerca de allí, quizá el
ojo observador de muchas personas le acompañaron en su trayecto.
Ya
acostado en su cama volvió a escuchar los aterradores ruidos pero
esta vez ausculta el espeluznante sonido de las latas rechinando, su
corazón palpitaba como si hubiese corrido una carrera de doscientos
metros, pero algo extraordinario sucedió, su esposa también escuchó
los tormentosos ruidos, tanto así que asomó su frágil cabeza por
la ventana atisbando la calle invadida de policías, al parecer el
asqueroso olor hizo que la comunidad llamara a las autoridades. No
pasaron ni diez minutos cuando la policía golpeo a la puerta,
entonces Marcos abrió rápidamente y sin dejar pronunciar palabra al
inspector dijo de manera tranquila: “En esa caneca se encuentra el
cadáver mi mamá”.