El último cigarro de la cajetilla había sido
fumado y Daimon -asomado por la pequeña fisura que tenía por ventana-, esperaba
aburrido que pasara la lluvia para salir a conseguir más “vicio”.
- “Qué putas hago aquí acurrucado en un cojín”
-, gruñó mientras aprovechaba que se había enderezado, para rascarse la roncha
que tenía en el culo a causa de un maldito zancudo que se atrevió a atacarlo en
tan privada zona. Bueno, “privada”
propiamente no era, pues desde que usaba los pantalones escurridos, Daimon
exhibía alegremente su trasero y eso sin contar las ocasiones en que ebrio, sin
pudor, se quitaba la ropa delante de sus amigos, dizque como “acto de rebeldía
ante un mundo que nos esclaviza con costosos e innecesarios harapos”.
Sacó su mano de entre los calzoncillos,
revisando que en sus uñas no hubiera sangre, con la constatación de que ya era
hora de cortarlas nuevamente, pues fácilmente se acumulaba mugre en ellas.
- “Uña y mugre” -musitó-, “ese hijueputa del
Martín viene a dárselas de mucho porque anda ahora de mozo del Jorge: machucos
es lo que son ese par de galletas”.
La tarde avanzaba y afuera parecía que la
lluvia no fuera a parar en todo el día.
- “Una botella de guaro es lo que debería
comprarme, pero pa’ jartármela sólo, ni puel’hijueputas. Si por lo menos Martín arrimara por aquí, ¡la
rasca que nos pegábamos!” -. Por un
momento sintió el fuerte deseo de llamar a su amigo de toda la vida, pero al pensar
que llegaría con Jorge, ese “niño bien” de los barrios del centro, se mordió
las uñas como conteniendo una cagada y pocos segundos después, mientras escupía
exclamó: “¡Marica, este dedo sabe a mierda!”.
Se olió la mano y estalló en una carcajada, creyendo que con ella
espantaría la lluvia y podría salir a comprar los cigarros que tanto estaba
añorando. Y como víctima de un arranque
de locura, corrió de nuevo al teléfono, marcó el número de Martín y espero
impaciente, mordiéndose de nuevo las uñas, a que contestaran.
- “Quihubo chino, páseme a su hermano... Hola viejo, ¿que-está-haciendo?... ah...
no... es que... pensé que... no, sabe qué... pailas, hablamos otro día... no,
no, no, fresco... sí, seguro... nos vemos”.
Colgó el teléfono, y una vez más con las uñas entre los dientes, pero
esta vez para escarbárselos y retirar los restos del chorizo con que había
almorzado, chorizo “no-me-olvides”, de los que vende doña Susana en el
parqueadero de la Séptima con Cuarta, muy cerquita de la casa de Jorge; pensó -
“no me queda sino una... llamo a la Milena, le digo que estoy enfermo y le pido
que traiga aguardiente, cigarrillos y limones, pa’hacer un remedio y si me dice
que me va a traer acetaminofen, le
digo que ya tengo muchos, pues eso es lo que le dan a mi abuelito pa’ tratarle
la osteoporosis y a mi abuelita pa’ curarle el cáncer; nos pegamos una bien
buena y le hago la vuelta, que yo sé que esa vieja me tiene las reganas”.
Armado el plan, hizo la llamada y quince
minutos después tenía junto a la puerta, no a Milena, sino a Jorge, empapado,
emputado, con un litro de Néctar
rojo, una cajetilla de Pielroja y
media docena de limones. “Jueputa
gorzovia siempre me la hace” -pensó-, “pero ¿por qué vino este man?”.
- “Entre loco y le presto una toalla. ¿Por qué
no vino Milena?”
- “Está con un amigo terminando un trabajo de
la universidad. Yo acababa de salir de la casa de Martín y nos encontramos,
entonces me dijo que le hiciera el favor y, pues, aquí estoy. Sólo espero que no me demore, porque tengo
que hacer una vuelta”. -el rostro de emputado ya se le había borrado y por el
contrario con su expresión parecía insinuar lo contrario a lo que decía-.
“Daimon, ¿verdá ese guaro es pa’ un remedio?, ofrézcame una copita pa’ quitarme
el frío” -y no había terminado de hablar cuando ya se había retirado la
chaqueta, había abierto la caja y estaba buscando una copa.
- “Hágale, fresco” -parloteó Daimon con una
mirada entre desagrado e ironía, a la vez que le extendía el brazo con una
toalla algo sucia que encontró en el baño.
- “Este apartamento sí que es oscuro, ¿no?”
-dijo Jorge en voz alta, sentándose en uno de los cojines que había en el
suelo, que de día servían como muebles y de noche como almohadas.
El lugar habitado por Daimon estaba a una 20
cuadras del Centro, donde comienza el sur de la ciudad, pagaba poco por él,
pero era uno de esos lugares que asemejan más un refugio de guerra que una
digna posada: tenía una sola habitación alargada, escasamente iluminada de modo
natural por una abertura en la pared que daba hacia el patio de otra casa;
estaba equipado con un baño de 1x1,50 metros, cuya ducha dejaba caer el agua
casi encima del inodoro y por eso Daimon tenía que bañarse sentado; cerca a la
puerta de acceso, el recinto tenía un mesón de concreto y ladrillo con
lavaplatos, sobre el que reposaban un plato plástico sucio, algunos frascos de
vidrio y una estufa eléctrica de un solo ”fogón”. Bajo el mesón había varias cajas con
utensilios de cocina y otros cachivaches.
Todo el lugar olía a una mezcla de tabaco, sudor, pedos y humedad y dado
que sólo contaba con un bombillo de baja intensidad como fuente de iluminación
artificial, el aspecto no dejaba de ser sombrío: un calabozo de tortura
resultaba más agradable que este “moridero” en el que había venido a parar
Daimon, después de pelearse con sus padres, abandonar la universidad y terminar
trabajando por horas como ayudante de panadería en un local del Centro. Lo único que parecía conectar a Daimon con el
mundo civilizado era su biblioteca personal que estaba establecida sobre un
cajón de madera junto a la cama y sólo contaba con dos obras: “Opio en las
nubes” y “Lolita”, ambas con las hojas amarillas, manchadas de café y leídas
tantas veces que parecían tener siglos de uso.
- “Venga, siéntese a mi lado y nos tomamos ‘el
remedio’, porque el aguacero va para largo y yo no me quiero ir a mojar otra
vez ahora que cogí calorcito”, -y terminando la frase, Jorge, extendió un vaso
plástico con aguardiente al “dueño de casa”.
Daimon encendió un cigarro, aspiró fuertemente y tras expulsar el primer
humo recibió el vaso y bebió el aguardiente con una expresión que parecía un
gemido de dolor silencioso, “¡arrrggrgrrrrrrssss, triplehijueputa guaro pa’
saber tan bueno!”. Ambos rieron y la
lluvia, afuera, rió también con ellos.
La noche cayó de repente, sin que Daimon y
Jorge lo notaran. Y después de un par de
horas de escasa conversación, pero infinidad de risas ocasionadas por el
generoso humor de Jorge, ambos comenzaron a sentir el peso del sueño y el frío
de la tarde lluviosa. Caminaron hacia la
cama y en un acto de despojo y rebeldía, Daimon gritó a la vez que se reía
imparable: “no me voy a dejar joder por un mundo que nos esclaviza con costosos
e innecesarios harapos” y dicho esto se quitó toda la ropa. Jorge comenzó a retorcerse de risa y fue
tanto el esfuerzo que hizo, que tuvo una fuga masiva de mierda, vómito y mocos;
debió retirarse también la ropa y tras un duchazo se arrojó folclórico y
somnoliento sobre Daimon, quien hacía ya varios minutos que dormía.
A las cinco de la mañana, cuando algo de luz
del patio se filtraba por la “fisura”, se podía apreciar un magno desorden en
la habitación: la caja vacía de aguardiente estaba en un rincón aplastada, en
el piso se veían restos de comida (arvejas casi enteras, pedazos de zanahoria,
líquido amarillento y restos de chorizo como moticas rosadas); “Opio en las
nubes” fue a parar junto al baño y “Lolita” terminó debajo de la cama, donde
también había polvo, colillas, motas, unas chancletas y pedazos de papel higiénico
usado. El único cigarro que restaba de
la cajetilla yacía retorcido bajo uno de los cojines, que esta vez servían de
almohadas.
Daimon abrió los ojos y notó la extraña figura
que su cuerpo había creado junto con el de Jorge, escarbó encontrando el cigarro
y el encendedor y, tratando de no despertar a su compañero, fumó buscando
borrar el sabor que tenía en su boca, pensando en los limones que en algún
lugar habían quedado y en el trabajo de la panadería que perdería por estar aún
acostado.
Minutos después, el último cigarro de la
cajetilla había sido fumado y Daimon -asomado por la pequeña fisura que tenía
por ventana-, esperaba aburrido que pasara la lluvia para salir a conseguir más
“vicio”.
- “Qué putas hago aquí acurrucado delante de
Jorge” -, suspiró mientras aprovechaba que estaba desnudo, para rascarse la
roncha que tenía en el culo a causa de un maldito zancudo que se atrevió a
atacarlo en tan privada zona, a sólo unos centímetros del lugar donde su nuevo
amigo había logrado penetrar hacía unas horas.
Bueno, “privada” propiamente no era, pues desde que usaba los pantalones
escurridos, Daimon exhibía alegremente su trasero y eso sin contar las
ocasiones en que ebrio, sin pudor, se quitaba la ropa delante de sus amigos,
dizque como “acto de rebeldía ante un mundo que nos esclaviza con costosos e
innecesarios harapos”.
Por un momento sintió el fuerte deseo de llamar
a su amigo de toda la vida, pero al pensar que llegaría y lo vería con Jorge,
ese “niño bien” de los barrios del centro, se mordió las uñas como conteniendo
una cagada y pocos segundos después, mientras escupía exclamó: “¡Marica, este
dedo sabe a mierda!”. Se olió la mano y
estalló en una carcajada, creyendo que con ella espantaría la lluvia y podría
salir a comprar los cigarros que -a esta hora de la mañana-, tanto estaba
añorando.