Giovanni Quiceno
El
absurdo estado de la inconsciencia Angustiante, desastroso, así
había sido el año para Maclovio Chitiva, profesor por obligación,
padre de familia de tres niños, ninguno de él; esclavo, muy a su
pesar, de la pornografía, pero de buen corazón; y digo de buen
corazón porque era de esas personas capaces de sacarse el pan de la
boca por dárselo a quien se lo pidiese. Maclovio siempre fue un
mediocre, un conformista, una persona pusilánime y con muy pocos
idealismos. A pesar de tener mujer, Maclovio aún tenía la fea
costumbre de masturbarse, vicio que cogió desde la adolescencia
cuando encontró una revista pornográfica que su padre había
descuidado debajo del colchón; desde que adquirió ese vicio no lo
pudo dejar jamás. Pobre Maclovio, sus revisticas vulgares, eran un
retrato de lo que era su miserable carácter: ver y no tocar. Desear
y no tener; ni para sí, ni mucho menos para dar. Maclovio no era
licenciado como tal, había estudiado sistemas en un Instituto del
barrio Restrepo y por vueltas que da la vida había ido a parar de
profesor a un colegio cristiano llamado “El Redil ”, allá entró
a trabajar recomendado por un pastor de esos podridos de la iglesia a
donde asistía los domingos. Pero ese colegio de cristiano no tenía
nada y menos sus profesores; el de educación física, era un
solterón, pasadito de kilos, medio bufón, de malos gustos, que
morboseaba a las niñas y las ponía a hacer ejercicios físicos que
excitaban su mente enferma, esto cuando hacía clase porque de resto
los dejaba jugar microfútbol todo el tiempo. La de español era una
señora extravagante, supersticiosa y ordinaria; preocupada más por
vender sus productos de Ebel y de Avon que de preparar una buena
clase. El de sociales era un gordito con ínfulas de “apóstol
Pablo” que siempre mantenía con una camiseta del che Guevara pero
que en lugar del rostro del revolucionario tenía el de Jesucristo,
además le había mandado a poner un letrero que decía Jesús no es
religión es revolución, le gustaba hacer bromas pero ¡ay! de que
se las hicieran a él. El de matemáticas, que era el mismo de física
era un tipo que siempre vivía diciendo que Pitágoras había
descubierto la existencia de Dios por medio de una fórmula
matemática y que como divino era Dios el ser humano estaba hecho de
una proporción divina, y entonces empezaba a tomarle las medidas a
uno del hombro hasta el brazo y luego hasta el codo y después
comenzaba a dividir y a sumar hasta que le daba un número el cual
decía que era el de la proporción divina y que el mismo número
daba si uno hacía los mismos cálculos de la planta de los pies
hasta la cabeza y el ombligo. El de inglés enseñaba el idioma por
medio de las canciones de un grupo de música cristiana, estaba
cuadrado a escondidas con una estudiante de grado décimo con la cual
se encontraba cada 15 días en el Restrepo no exactamente para ir a
orar. Y la rectora ni se diga, era un vieja usurera que ni siquiera
pagaba el escalafón, que lo iba a pagar si ni quiera había
invertido en hacerse al menos una especialización en educación o en
gestión educativa, que sé yo. Era una vieja negrera que hablaba de
la gracia de Dios, de la bendición y la prosperidad pero que
exprimía a sus trabajadores lo más que podía aprovechándose de la
necesidad de cada uno. Este era más o menos el círculo laboral en
el que se desenvolvía Maclovio Chitiva, pero en lo personal y en lo
familiar la cosa era más desalentadora, su mujer le conseguía
computadoras para que arreglara en casa los fines de semana, le
controlaba el sueldo, la vida y hasta las ilusiones. Pero Maclovio
era resignado, y como dije antes, conformista, no se compraba ropa
pensando en sus tres hijos, por quienes era capaz de dar hasta la
vida a pesar de no ser suyos, por eso a veces se le veía mal
arreglado, con la misma ropa, y a pesar de que se hubiera bañado
desprendía un olor desagradable. En algunas ocasiones saliendo del
trabajo se iba para un prostíbulo, se tomaba una o dos cervezas y
salía de repente sin acabar la cerveza, casi corriendo, afanado,
hacia su casa. No era otra la forma de sobrellevar la mala vida que
se hacía día tras día. Tras sus falsas atenciones y modales, se
escondía su repudio por la realidad que le atrapaba en el polvo de
aquellas obsoletas máquinas que arreglaba. Todo era insuficiente
para vivir del modo en que lo había logrado hacer, sin embargo la
vida insistía. Cogía de nuevo, a las mujeres desnudas, esas que
veía en sus revistas y en los lugares que había visitado, cerraba
los ojos, precariamente las imaginaba y soltaba como un loco a
llorar, sin que nadie le escuchara. Maldecía una y otra vez, con la
pasión con la que se recita una plegaria, su destino. Pobrecillo
hombre, era invisible para la buena suerte. Sus compañeros se habían
convertido en un fastidio para él, no soportaba sus chistes, los
comentarios que hacían en la mañana sobre los realitys y las
telenovelas de la noche anterior. Insolentes!! les gritaba callado,
después de que les saludaba al inicio de las infernales jornadas
laborales. Este hombre a pesar de tener sus vicios tenía arranques
de ternura, se compadecía de los animales y sobretodo de los niños,
y hablo de los niños en general, no soportaba que ninguno sufriera
por ningún motivo, por eso un día yendo hacía su casa le regaló a
un señor con el que se encontró en la buseta un pollo que se había
ganado en el colegio. Un pollo, tal cual, un pollo que rifaron sus
compañeros de trabajo y que para fortuna de Maclovio le había
correspondido gracias a la suerte. Ese día en el colegio habían
estado celebrando no sé qué cosa y al final entre bromas y malos
chistes resultaron con la sorpresa de la rifa del famoso pollo. En
fin, ahí iba Maclovio con su pollo, ni siquiera lo destapó para
olfatearlo, sólo pensaba en llegar a casa y ofrecérselo a sus
hijos, ah claro y a su mujer, pero ni ella ni ellos lo habrían de
disfrutar sencillamente porque la vida y el destino así lo querían.
Al salir Maclovio del colegio cogió su buseta, La suba rincón, y de
una fue a sentarse atrás como tanto le gustaba, como lo había hecho
siempre, en el rincón, así había vivido toda su vida,
arrinconándose, dejando que la vida lo arrinconara siempre. A las
pocas cuadras se subió un señor el cual se sentó en el único
puesto que quedaba libre. Venía triste, acongojado, con el cansancio
y la angustia dibujados en su rostro y en su alma; ahora venía ahí
junto a Maclovio, cabizbajo, no evitaba mostrar su preocupación la
cual no fue indiferente para el profesor, quien como dije, era una
persona compasiva, con extraños arranques de caridad y humanidad. A
los diez minutos el pollo había cambiado de dueño. Maclovio Chitiva
esa noche durmió tranquilo, había hecho una buena acción, en su
alma se sentía feliz, se imaginaba a ese hombre, al que le había
regalado el pollo, al desempleado, al que había estado buscando
trabajo todo el día, llegando a su hogar y compartiendo con sus dos
hijos, (porque tenía dos hijos, según la conversación que tuvieron
en la buseta) el pollo que él le había dado. Si hubiera podido
darle más lo hubiera hecho. Al otro día Maclovio se despertó con
una sonrisa en su boca, la buena obra que había hecho con ese hombre
lo llenaba de satisfacción, era un suceso que de alguna manera le
daba un poco de sentido a su vida carente de heroísmo. ese día
llegó al trabajo un poco más temprano que de costumbre, la sala de
profesores estaba vacía, poco a poco empezaron a llegar sus
compañeros, llegó la profesora de español con sus revistas bajo el
brazo, estaba extraña, saludó a Maclovio sin mirarlo a los ojos;
luego el de inglés, lo saludó sin evitar soltar una sonrisa
nerviosa; después entraron el de sociales y el de educación física
y cuando vieron al profesor Maclovio se soltaron a reír y le
dijeron: Hombre Maclovio que tal el pollo, pero no pongas esa cara
hombre, discúlpanos, era sólo una bromita… ¡ El próximo pollo
sí va a ser de verdad !
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