miércoles, 15 de enero de 2014

LA BARBERÍA

Por: Kenyi calderón




85 años han pasado desde que se fundó la Barbería de Don Moratto, infinitas situaciones han ocurrido en ella, un sin número de eventos históricos le han dado el misticismo que se merece aquel lugar que durante su larga existencia nunca ha tenido remodelaciones serias, Tres generaciones han conservado su esencia; Don  Amadeo Moratto de Mosquera quien fundó la Barbería en 1928 y como anécdota cabe resaltar que su  primer cliente fue el poeta y amigo José Félix Fuenmayor, Don Amadeo se hizo cargo de la barbería durante 20 años, donde logró un gran reconocimiento y estatus, ya que allí iban los mal altos magistrados, políticos, y escritores de la época, actualmente en sus viejas y deterioradas paredes se encuentran los retratos del viejo con varios de sus famosos clientes; ya en 1948 su hijo mayor Lorenzo Moratto Garagoa se hizo cargo del negocio, y tuvo el privilegio de hacerle la barba y el corte de cabello al gran Jorge Eliecer Gaitán, Foto que se encuentra en un bellísimo marco de madera marrón oscura con una veta sutil, con los más finos y delicados detalles de carpinteria, marco que le costó 3500 pesos en 1950, detalle que recalcó a sus clientes  durante cuarenta y dos años que estuvo trabajando en la barbería. Hasta 1980 cuando Lorenzo abandonó el negocio para fallecer dos años más tarde,  era la Barberia preferida por la más alta sociedad capitalina, gozaba del más alto prestigio, pero lamentablemente  desde 1980 hasta 2013 fue la hecatombe para el negocio, durante estos años estuvo al frente del negocio Bernardo Moratto Medina hijo de Lorenzo, quien no contó con la suerte de sus antepasados, puesto que el negocio tuvo una rotunda caída hasta el punto de la quiebra al no ser por lo sucedido el 20 de mayo del 2013, suceso que será narrado a continuación…
La mañana había aparecido como lo había hechos durantes millones de años en la tierra, rayitos perpendiculares se filtran sobre la persiana de la ventana que esta justo detras del espejo donde se mira de manera taciturna Bernardo, pasando delicadamente  la navaja  sobre su garganta, súbitamente sintió un espasmo en su alma, detuvo el filo de la navaja, en su vena  yugular, aplicó una presión leve, pero con una furia interna de diez mil demonios, el tiempo dejó de existir para bernardo, los segundos fueron eternos, viajó a lo largo de su miserable vida, vio cómo el negocio que le había sido heredado caía en un profundo abismo de deterioro, vio como sus hijos se habían dejado engullir por la droga, vio la lúgubre figura de su esposa, aquella mujer quien había sido su galatea y quien en menos de un segundo se había convertido en su mayor enemiga, ya que  lo había abandonado por el carnicero de la esquina, esquina de donde todos los días los ve felices disfrutando del lucrativo negocio. Vio como la vida se le había convertido en un peso insoportable que le fustiga dia y noche sus escasas carnes. Respiraba despacio y desesperaba de nunca llegar. ¿A dónde? Ni lo sabía, lo único que sabía es que era un fracasado. Pero la categoría en que se colocaba no le interesaba. Quizá la palabra fracaso no estuviera en conformidad con su estado interior. Existía otra sensación la cual era el misterio triangular aferrado como una punta de acero en la osamenta de su pecho, de tal manera que no le permitía respirar con tranquilidad. Esa mañana sintió la obligación de cambiar la rutina, la costumbre, el tedio infinitesimal que se había convertido en una progresión infernal; la navaja le hizo ver, creer, soñar  que era el momento preciso, el instante exacto, de lograr la eternidad, que el destino por fin le daría su premio.


Al salir del baño, sobre su cama esta lista la ropa que debería usar el lunes, un traje café oscuro roído en los codos, una vieja corbata amarilla, y su sombrero gardeleano que la ha acompañado durante media vida. Bernardo contempló por largo tiempo las vestimenta, sosteniendo la navaja en sus manos, observa con los ojos vidriosos llenos de nostalgia, una sonrisa desfigurada asoma sobre su semblante angustiado. Decide no usar su habituales prendas , decide vestirse con la ropa que su hijo mayor había dejado colgado en las cuerdas del solar.
Sale de su casa, con jean rojo, un saco ancho con un piolín bordado en su pecho, una gorra del independiente Santa Fe, y unos tenis viejos que deslumbran que algun dia fueron blancos.  
Abre las puertas de la Barbería, aun con la navaja en sus manos espera pacientemente a su amigo Gonzalo Gómez, quien cada lunes pasa a cortarse el cabello y afeitarse. Al llegar Gonzalo de manera inmediata se sonríe al ver a Bernardo vestido de aquella forma, pero por características de su temperamento no realiza ninguna pregunta, simplemente saluda y se sienta en la antigua silla, donde se habían sentado varias personalidades de la antigua Bogotá, Bernardo preguntó ansioso que si le hacía la barba, hecho que le causó cierta curiosidad a Gonzalo, pero soslayo aquella incertidumbre contestando que primero le hiciera el corte. Corte que realizó de manera rápida y sin el cuidado que lo caracterizaba. Al colocar la espuma sobre el rostros de su amigo, la manos le temblaban de manera irrisoria, sacó la navaja del bolsillo de  su pantalón, la paso de manera suave sobre las mejillas regordetas, al llegar al cuello un impulso infrahumano, le obligó a enterrarla sobre la yugular, disparando un chorro grueso y extenso de sangre.  Una tristeza inmensa despertaba en él. Ante sus ojos se había clavado cierto antiguo crepúsculo de satisfacción, la puerta de la Barbería estaba abierta, y él, con ojos distraídos, miraba avanzar una raya amarilla de sol que doraba el rostro pálido de Gonzalo.  Varias veces miró hacia la puerta, como si temiera que allí hubiera alguien espiándole. Su corazón latía gigantescos golpes. De la raíz de sus entrañas emanaba un aire vertiginoso, que al salir por la boca le remolcó el alma. Bernardo con movimientos torpes corrió hacia la puerta y le cerró fuertemente, quedó paralizado con la espalda apoyada sobre esta, Una armonía insólita congela la expresión en  su semblante. Bernardo para que no brotara más sangre cubrió inútilmente el cuello de Gonzalo con una toalla. El moribundo respiraba con dificultad. De un vértice de los labios se le desprendía un hilo escarlata. En el suelo un lago rojo adornaba el baldosín azul.
Al salir del local se encuentra frente a la deteriorada avenida séptima, adornada de una arquitectura magistral en ruinas, camina unas cuantas cuadras, vacilando, se detiene en la esquina de la carnicería,  mira sórdidamente a su esposa, vaga  apresuradamente hacia el norte,   cruza la calle sexta, de manera inmediata atisba, el palacio de justicia, hace caso omiso a su imponente presencia, llega a la plaza de Bolívar, en ella una multitud de manifestantes en contra de la reforma a la educación, se sienta sobre los escalones del capitolio nacional, un perro callejero se le acerca, lo acaricia, este acomoda su esquelético cuerpo junto a su nuevo dueño. Bernardo con su vestimenta ridícula, esperó durante tres o cuatro horas, mientras que el sol cumplia con su trayectoria, fue entonces cuando decidió buscarme.
Mientras escribía estas páginas Bernardo me confesó de manera fugaz que durante su camino hacia mi apartamento había asesinado a dos jóvenes universitarias por el lado de la avenida circunvalar cerca del externado, además que el perro que lo acompañaba, lo mato instantes antes de ingresar al edificio donde vivo.  Esto no lo relató de manera detallada puesto que me fue imposible sacarle dato alguno de estas dos muertes.
Bernardo sentado frente a mi con  la espalda arqueada, los codos acomodados en las rodillas, los pómulos sostenidos con sus puños, la mirada fija en el piso. Hablaba sigilosamente sin obstáculos, como si declamara una lección grabada en el espectro más oculto del inframundo. El timbre de su voz, independiente de los hechos, era homogéneo, isotrópico, sistemático, como el principio cosmológico.  
El martes 21 de mayo en la mañana me pidió que lo acompañara hasta la estación de las aguas. Aquello era peligrosísimo, pero no me negué. Recuerdo que antes de salir me dejó un poema para la barberia, el cual aun conservo. A las siete y cuarto, salimos a la calle. Caminábamos en silencio por el eje ambiental. Observé que pasaba su peinilla de manera exagerada sobre su grisácea cabellera; además caminaba sumamente erguido. Al llegar a la estación compró un pasaje de transmilenio, se acercó con la tarjeta en la mano,  miraba con suma fijeza alrededor, pero tenía la sensación que estaba ausente de todo. intento decir algo; pero se arrepintió con un leve movimiento de cabeza. En esos momentos tanto él como yo sabíamos la inutilidad de toda palabra terrestre. Estaba profundamente pálido. Adelgazaba por segundos. Por romper ese silencio angustioso le pregunté: -¿compro el pasaje?- contesto rápidamente sin pensarlo- si, hasta luego - dio medio giro y se internó en la estación.

Ya en la tarde mientras que finiquitaba este relato, vi la noticia del incendio de la barbería cosa que me entristece, porque quise conocerla, en medio de las cenizas se encontró seis cadáveres entre ellos el de un perro, esto me hace pensar que Bernardo no quiso contar toda la verdad y lo que me dijo fue un relato ficticio de su realidad.

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