domingo, 22 de septiembre de 2013

EL SARCÓFAGO DE METAL Por: Kenyi Calderón


¿Y cómo no taparse los oídos con aquel sonido insoportable? Era una fusión de alaridos, suplicas y carne sacudiendo los filos enchapados de las escaleras, la figura pesada de doña Dionisia daba botes y caía rápidamente dejando desparramada la vida por cada uno de los escalones rectangulares de su casa.
Marcos, en medio del éxtasis, retiró sus morenas y venosas manos de los oídos y corrió a socorrerla. De su garganta sale de forma rasgada una voz gutural preguntando: ¿está bien? Al ver que ella no responde, sintió el alma desarraigarse de la raíz de su cuerpo, permaneció inmóvil durante unos minutos inmortalizando la escena. Al salir de su delirio, levanta el redondo cuerpo extendiéndolo sobre el tapete circular de la sala, luego se sienta en el viejo y acabado sillón ocre, observa la figura concéntrica de muerte que adorna un sin número de circunferencias de colores que tiene el tapete. Así permanece ensimismado como despreciando el tiempo, mil recuerdos se atascan en su mente y en cada uno de ellos aparece la efigie de Doña Dionisia. ¿Y ahora que? Se pregunta Marcos quien deja que su cuerpo se desparrame sobre el sillón y a su vez acompaña el acto con un suspiro profundo, tan profundo como la culpa que siente con lo sucedido. ¿Y ahora que? Sigue la frase merodeando su mente, mientras que el espacio se torna odioso, los objetos se distorsionan a su alrededor, unas lágrimas recorren sus mejillas, su cuerpo tiembla de miedo, se ve en medio de una cárcel pagando una condena infinita, entonces soslaya este pensamiento, era evidente que ya no había tiempo para lamentaciones ni penas estériles, alza el cadáver que pesa tanto como su conciencia, lo lleva al patio, allí divisa una vieja caneca metálica, De pronto se estremece. Una idea había cruzado su mente. Lentamente acomoda los brazos y las piernas para que cada centímetro cúbico de angustia fuese ocupado en su totalidad. Un febril temblor nervioso se había apoderado de él. Tenía calor a pesar de que el frío era insoportable. Luego buscó de manera desesperada cubrir la caneca, el sonido de las llaves abriendo la puerta se propaga por toda la casa como una alarma que avisa la llegada de alguien. Entonces corre precipitadamente, toma unas tablas y las coloca de manera simétrica sobre la caneca, luego sale intentando disimular la trágica escena.
Al volver a la sala su esposa lo saluda como de costumbre, de manera parca y que cualquiera podría pensar que grosera, él de igual forma la saluda con un “hola” seco sin gracia. Su esposa quien se dedica a vender ropa en la plazoleta de san Victorino, le pregunta por doña Dionisia, en ese instante una daga congelada se incrusto en el pecho de Marcos, sintió como el frio helado recorría sus venas y le congelaba cada una de sus entrañas. Su esposa insistió en la pregunta con un tono enfurecido, él en un instante de lucidez contesto: -salió a reclamar sus medicinas-. Su esposa dejo sus corotos en la sala y se dirigió a la alcoba, mientras que Marcos se lava de manera enferma sus temblorosas manos. La oscuridad se apodero del espacio anunciando que la noche había llegado, Marcos se acostó de manera delicada a lado izquierdo de la cama mientras que escucha a su esposa en el patio extendiendo la ropa recién lavada, una vez más el sudor se apoderó de su cuerpo sólo le pedía a Dios que su esposa no fuese abrir la caneca, las pulsaciones ascendieron de setenta a ciento diez, hubo un temblequeo de irresolución en sus pupilas. Se pregunta: ¿Hasta dónde soy capaz de llegar?¿qué voy hacer con el cadáver?¿por qué no decir la verdad? Cada pregunta fustiga su corazón, desgarrando hilos de horror que recorren su cuerpo. Al cabo de un tiempo, su esposa entra en la alcoba se coloca la piyama y se acuesta junto él, eleva unas plegarias al cielo y vuelve a preguntar por la señora. Esta vez Marcos responde que ella se iba a quedar donde su hermano por un par de días, su esposa no muy convencida por la respuesta busca en sus pensamientos el sueño, sueño que en toda la noche no quiso llegar a Marcos, la horas se hicieron eternas, los pensamientos insoportables, la soledad era perpetua, la madrugada llego mas helada que de costumbre, estas ráfagas congeladas escarchan el alma de Marcos quien se levantó serenamente, salió al patio contempla de manera atónita el cadáver oculto en la caneca, Lentamente fue retrocediendo hacia un rincón, sin dejar de mirar la caneca en silencio, aquel silencio insoportable que no resiste y con un movimiento instintivo cubre la caneca con varias tablas. La luz de sol apareció de repente, se infiltro por cada rincón de la casa, él tranquilamente esperó a que su esposa se fuera a trabajar, luego llamó a su patrón y con la excusa de encontrarse enfermo no fue a la cotidianidad.
Salió de su casa, caminó con la mirada clavada al piso, con el corazón desfallecido y sacudidos los miembros por un temblor nervioso, recorrió las empolvadas calles de su barrio mientras que los minutos consumían sus pensamientos, al levantar la cabeza observó un aviso “Deposito de materiales Don José”, entonces una idea emergió del mismo infierno, quemando sus reflexiones. Entró al local pidió de manera muy natural un bulto de cemento y dos tulas de arena, el empleado de la tienda le ayuda a llevarlas hasta su casa, Marcos le agradece al joven y le da propina cosa que no acostumbraba a hacer, pero esta vez un impulso lo llevó a realizar aquel acto de generosidad.
Ya en el patio al terminar aquella grisácea mezcla, con la pala comenzó a vaciarla en la caneca donde ocultaba el cadáver, poco a poco la caneca se lleno hasta el tope mientras que él sentía desmoronarse en el desconocido universo de lo macabro. Luego la pinto de naranja y blanco, la colocó en un rincón del solar mientras que sus pensamientos realizaban una danza lóbrega y así, simplemente espero a que la vida siguiera su transcurso normal.
Al cabo de unas semanas comenzó la búsqueda desesperada por doña Dionisia, en esta Marcos ponía todo de su parte incluso, él se había encargado de instalar el denuncio de la desaparición. Ya en las noches, sentía como la caneca palpitaba, oía una especia de lamento débil y reconocía que era debido a su temor irreparable, a medida que pasaban los días y mientras que todos dormían el maldito sonido se reproducía en su pecho aumentado con su eco espantoso el pánico que lo embargaba.
Pasados trece meses la figura de Marcos se había desgastado, su irrisoria carne se incrustaban sobre sus huesos, a duras penas lograba mantenerse en la realidad, se había creado un pequeño mundo ficticio donde Doña Dionisia estaba enterrada en cualquier cementerio de Bogotá, pero esta mentira no duraría para siempre.
Al filo de una lúgubre noche, arrinconado en desconsoladas reflexiones, salió al patio observó la caneca y de manera inmediata lo invadió un sentimiento de insoportable tristeza, la pintura naranja y blanca ya se había desgastado, en el cielo las nubes se filtraban bajas y cargadas, mezquinas ráfagas de luz caían perpendicularmente sobre la figura cilíndrica de metal. Durante tres segundos Marcos tuvo inmensos deseos de echarse a reír ruidosamente y repitió para sí mismo: “es el destino” pero al volver a la realidad, esa realidad de estar solo con el sarcófago de metal, tomó la decisión de librarse de su suplicio. Halló fuerzas de donde no las había para levantar la caneca, pero le fue imposible, buscó ayuda y para su fortuna un vendedor de frutas pasaba por allí con su carretilla en madera, Marcos no dudo en pedírsela prestada, al fin logró sacar la caneca de su casa, abandonándola muy cerca de allí, quizá el ojo observador de muchas personas le acompañaron en su trayecto.
Ya acostado en su cama volvió a escuchar los aterradores ruidos pero esta vez ausculta el espeluznante sonido de las latas rechinando, su corazón palpitaba como si hubiese corrido una carrera de doscientos metros, pero algo extraordinario sucedió, su esposa también escuchó los tormentosos ruidos, tanto así que asomó su frágil cabeza por la ventana atisbando la calle invadida de policías, al parecer el asqueroso olor hizo que la comunidad llamara a las autoridades. No pasaron ni diez minutos cuando la policía golpeo a la puerta, entonces Marcos abrió rápidamente y sin dejar pronunciar palabra al inspector dijo de manera tranquila: “En esa caneca se encuentra el cadáver mi mamá”.  

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